viernes, 18 de agosto de 2017

La ladera de los molinos  (Fuente La Voz de Galicia)

Visita a las 67 aceñas del Folón y del Picón, que dibujan una escalera gigante en O Rosal, en la comarca pontevedresa del Baixo Miño

Galicia es tierra de hórreos, de castros, de pazos, de faros, de monasterios, de petos de ánimas, de cruceros… Pero también, y sobre todo, es tierra de molinos. Según el Diccionario de Madoz, a mediados del siglo XIX había más de 5.000, la cuarta parte de todos los que existían en España. Las causas de tamaña abundancia son claras: la multitud de corrientes fluviales y la enorme dispersión del hábitat gallego, con más de 30.000 núcleos de población. Las consecuencias, también: una danza popular (la muñeira o molinera, nacida al calor de las casi infinitas moliendas) y ciertas riberas donde la concentración de antiguas aceñas es tal que puede hablarse sin exageración de ríos-museo.

El mejor ejemplo de esto son los molinos del Folón y del Picón, en el municipio pontevedrés de O Rosal, cerca de la desembocadura del Miño. Aquí no es que haya cuatro o cinco molinos. Es que hay 67, escalonados uno detrás de otro, sin solución de continuidad, cual peldaños de una casa de gigantes, en la ladera de un monte rebosante de agua, con cien cascadas y pozas. El más antiguo data de 1702; los más modernos, del siglo XIX. Pero todos se ven como nuevos después de haber sido restaurados por los alumnos de una escuela-taller local. Además hay un sendero señalizado, circu­lar, de tres kilómetros y dos horas de duración, que permite recorrerlos cómodamente, con puentes y pasarelas de madera para salvar las aguas saltarinas que antaño movían los rodicios (rodeznos) y las moas (muelas volanderas). Como ruta de senderismo es un 10. Como itinerario etnográfico, un 11. Y como lugar de baño y merendola, un 12.

La ruta de los Muiños do Folón e do Picón (que así se dice en gallego y aparece en las señales) empieza y acaba en la carreterilla que une los lugares de Martín y Fornelos, a tres kilómetros de O Rosal. Al inicio del recorrido, en la parte más baja del mismo, hay un molino que se pone en marcha (consultar horarios en el Ayuntamiento) para moler maíz a la antigua usanza y deslumbrar a la generación del iPad, que solo ha visto hacer harina en YouTube, y en muchos casos ni eso. Y en la parte más alta, un mirador desde el que se contempla gran parte del concejo de O Rosal y la vecina A Guarda, con el monte Santa Trega (Santa Tecla, en castellano) al fondo. También se otea el curso final del río Miño, que separa España de Portugal. Dice la leyenda que cuando el navegante cartaginés Himilcón arribó en su periplo por la costa atlántica al valle de O Rosal, creyó haber llegado al edén. La historia es una evidente patraña, pero aquí arriba no lo parece tanto.

La uva castañal
Además de agua para mover un ejército de molinos, en O Rosal hay vinos elaborados con las uvas albariño y loureira, más algo de treixadura y caíño blanco, que no tienen nada que envidiar a los de otras subzonas de la denominación de origen Rías Baixas. Aunque no faltan las bodegas modernas e impactantes, como en todas partes, quien quiera conocer la esencia vinícola de O Rosal se decantará por las más pequeñas y familiares, como Santiago Ruiz o Quinta de Couselo. Y aunque los vinos blancos son los importantes, quien prefiera el morapio tampoco pasará sed, porque hay tintos de caíño y uno muy curioso elaborado con la variedad castañal, una uva autóctona que se creía desaparecida, que ya solamente se podía ver labrada en una talla del retablo de la catedral de Tui, y que ha sido redescubierta por el CSIC en una finca de las bodegas Valmiñor.

Al lado de O Rosal está A Guarda, el puerto más sureño de Galicia, al que apetece acercarse para mirar lo que traen los pescadores en sus gamelas, picotear en sus muchas taperías (atención al estofado de marisco de Casa Chupa-Ovos) y pernoctar en el antiguo convento de San Benito, rodeados de vírgenes románicas. Caminando desde A Guarda hacia el sur, por el borde del mar, se llega en tres cuartos de hora a las hermosas playas de O Muiño y A Lamiña, en la desembocadura del Miño, de aguas saladas cuando sube la marea y dulces cuando baja. Por esta senda litoral se ven antiguas salinas y cetáreas, los peligrosos viveros donde se criaban las langostas hace un siglo, en medio de un oleaje violento y traidor. Y se ven también los restos de varios molinos de viento, que en esta costa tan expuesta hacían aún mejor servicio que los de agua.

Pero la gran curiosidad de A Guarda está en el monte Santa Trega, que se alza justo detrás. A media ladera, la que mira al norte, se encuentra el más famoso de los castros gallegos: un poblado lleno de ruinas circulares donde vivieron unas 4.000 personas entre los siglos I antes de Cristo y I después, coincidiendo con la romanización. En la cima, a 341 metros sobre el mar, además de una ermita consagrada a la santa y de un pequeño museo donde se exponen las piezas halladas en el castro, hay varios miradores para contemplar a vista de gaviota el valle vinícola de O Rosal, la desembocadura del Miño, la isla portuguesa de Ínsua (con su fortaleza estrellada) y la inmensidad del Atlántico. Muchos suben aquí para ver cómo el sol se apaga en el océano, momento mágico, eterno, fuera del tiempo.